Dar un paseo por la ciudad colonial es viajar a través del tiempo igual que el espacio. Uno pisa el pavimento que pisaron los conquistadores, el pavimento que cubre las pistas hechas por los pies de los taínos. Cada paso adelante es un paso atrás. Ando admirando la casa donde Diego Colón soñaba con crecer su dominio, o la casa donde Nicolas Ovando soñaba con aniquilar a los taínos, la casa donde Cortez soñaba con conquistar Mexico y Pizarro con conquistar Peru. Estas casas sólidas y sus fachadas lúgubres se hacen la ilusión de permanencia, mientras ellos que erigieron sus muros y se paseaban ahí de un lado para otro ya han desaparecido hace muchos años; y también yo me pierdo en la niebla de los años que pasan: cada paso me envejece, hago rumbo a mi fallecer.
Se dice de un burgués que vivía durante los años 1500 que le aconteció una desgracia y por la asquerosa mutilación de su cara fue obligado andar con máscara. Las leyendas abundan: se quemó la cara por casualidad, fue acuchillado peleando sobre una mujer, padecía una enfermedad que le desfiguró, era veterano de batallas contra los piratas, o un condenado procedente de Mexico. Este “tapao” enmascarado de hierro nunca se veía de dia, y de noche solía salir a las calles deshabitadas en busca de algo que habia perdido, algo que le perturbía la mente y no le dejaba acostarse de noche en su casa (esta misma que ves ahí en la foto). Repetía su ritual de vagar las tenebrosas calles noche tras noche. Desde entonces, la calle se llamó la calle del tapao. ¡Qué ha debido de padecer! este hombre forastero que vivía en la tierra ajena de una sociedad bien gregaria y chismosa, el lugar mas importante del nuevo mundo, la sede del imperio español. He aquí un hombre que intentaba escapar de si mismo, pero estaba encarcelado de su máscara, de los pesados muros de esa casa, y de las palabras lastimeras de los vecinos. No se sabe qué fue de él, pero los relatos multiplican.
Emigramos por la vida y por los sitios ajenos que otros hacen. Por numerosas que sean, las raices que echamos no detienen nuestro paisaje. Al nacer se nos lleva el turbellino. Estamos envueltos en una inquietud perpetua. Cada paso adelante se nos aleja de lo que buscamos, y el recuerdo de esa pérdida se fija en las cicatrices que atrofian el corazón. Pero adelantar es también descubrir y consolarse de la filosofía. Cuando Cortéz quemó sus naves en la orilla de un nuevo continente, ha debido de morirse un poco en volverse de espaldas al mar caribe donde se distinguió en conquistar Cuba. Con el incendio de esos mástiles de caoba, se agotaron los restos de su vida anterior junto con las materiales que la encerraron.
Condenó a su banda de conquistadores, o sea merodeadores, a luchar desesperadamente en la selva desconocida: seis cientos hombres en contra del imperio de Moctezuma. Era un gesto atrevido y típico de ese hombre que sabía que uno no puede estar quieto – hay que seguir adelante, seguir probando, arriesgándose. Nacido en la tierra seca de Extremadura, este hidalgo se puso a atravesar su extensión vacia y no paró, ni siquiera cuando llegó al lluvioso paraiso tropical. La Española no lo detuvo, y el no dejó de viajar. Cortéz reclamó un imperio para España, ¿pero para sí mismo qué reclamó? El privilegio de comprometerse a hacer mas viajes. Aún después de morirse, seguía estar de viaje. Su cadáver fue desenterrado casi diez veces, y viajaba por los siglos entre el Antiguo y el Nuevo Mundo hasta que llegó a su descanso en el año 1947.
Texto y Fotos Via trozosdeunviralata.blogspot.com